La última cena y la institución de la Eucaristía (II)

LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA

El llamado relato de la institución, es decir, de las palabras y los gestos con los que Jesús se entregó a sí mismo a sus discípulos en el pan y el vino, es el núcleo de la tradición de la Última Cena. Este relato se encuentra en los Evangelios sinópticos —Mateo, Marcos y Lucas—, pero, además, también en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios (cf. 11,23-26). Las cuatro narraciones son muy parecidas en su núcleo, pero muestran algunas diferencias en los detalles que se han convertido comprensiblemente en objeto de amplios debates exegéticos.

Se pueden distinguir dos modelos de fondo: por un lado la narración de Marcos, con el cual concuerda en gran parte el texto de Mateo; por otro, el texto de Pablo, que se asemeja al de Lucas. El relato paulino es el texto literariamente más antiguo: la Primera Carta a los Corintios fue escrita en torno al año 56. El periodo de redacción del Evangelio de Marcos es posterior, pero es indiscutible que su texto recoge una tradición muy anterior. La controversia entre los exegetas versa ahora sobre cuál de los dos modelos —el de Marcos o el de Pablo— es el más antiguo.

Rudolf Pesch se ha pronunciado con argumentos dignos de consideración en favor de la mayor antigüedad de la tradición de Marcos, que se debería datar en los años treinta. Pero también el relato de Pablo se remonta a la misma década. Pablo dice que transmite lo que él mismo ha recibido como tradición que se remonta al Señor. El relato de la institución y la tradición de la resurrección (cf. 1 Co 15,3-8) ocupan un lugar especial en las cartas de Pablo: son textos ya fijados que el Apóstol ha «recibido» así, y que transmite literalmente con todo cuidado. Las dos veces dice que transmite lo que ha recibido. En 1 Corintios 15 insiste explícitamente en el tenor literal, cuya conservación es necesaria para la salvación. De esto se deduce que Pablo recibió las palabras de la Última Cena en el seno de la comunidad primitiva, y de un modo que le hacía estar seguro de que provenían del Señor mismo.




Pesch considera probada la precedencia histórica de la narración de Marcos por el hecho de que ésta sería aún un simple relato, mientras que considera 1 Corintios 11 como una «etiología cultual» y, por tanto, como un texto ya formulado litúrgicamente y adaptado a la liturgia (cf. Markusevangelium, II, pp. 364-377, especialmente p. 369). Esto es seguramente cierto. Pero no me parece que haya una diferencia tan decisiva entre el carácter histórico y el teológico de los dos textos.

Es verdad que Pablo quiere hablar de manera normativa con vistas a la celebración de la liturgia cristiana; si éste es el verdadero significado de la expresión «etiología cultual», entonces puedo estar de acuerdo. Sin embargo, según la convicción del Apóstol, el texto es normativo precisamente porque reproduce exactamente el testamento del Señor. En ese sentido, orientación cultual y formulación ya existente para el culto no representan contradicción alguna con la transmisión estricta de lo que el Señor ha dicho y querido. Por el contrario, la formulación es normativa precisamente porque es verdadera y originaria. Esta precisión en el transmitir no excluye una concentración y una selección. Pero la formulación y la selección —ésta es la convicción de Pablo— no debe tergiversar lo que aquella noche fue confiado a los discípulos por el Señor.

Pero una selección análoga y una formulación referida a la liturgia se encuentra también en el Evangelio de Marcos. En efecto, tampoco este «relato» puede prescindir de su significado normativo para la liturgia de la Iglesia, y presupone ya a su vez una tradición litúrgica vigente. Ambos modelos de la tradición intentan transmitirnos el verdadero testamento del Señor. Entre los dos hacen ver la riqueza de perspectivas teológicas del acontecimiento y, al mismo tiempo, nos muestran la novedad inaudita que Jesús instituyó aquella noche.




Ante un acontecimiento tan imponente y único desde el punto de vista teológico y de la historia de las religiones como el que manifiestan los relatos de la Ultima Cena, no podía faltar el cuestionamiento por parte de la teología moderna: con la imagen del rabino afable que muchos exegetas han trazado de Jesús no es compatible algo tan inaudito. No se puede creer que «fuera capaz» de tanto. Y, naturalmente, tampoco se armoniza con la idea de Jesús como un agitador político. Así las cosas, una buena parte de la exégesis actual cuestiona que las palabras de la institución se remonten realmente a las palabras de Jesús. Dado que lo que aquí está en juego es el núcleo del cristianismo y el aspecto central de la figura de Jesús, hemos de examinar la cuestión más detenidamente.

La principal objeción contra la originalidad histórica de las palabras y los gestos de la Última Cena puede resumirse así: habría una contradicción insalvable entre el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios y la idea de su muerte expiatoria en función vicaria. El núcleo íntimo de las palabras de la Última Cena, sin embargo, es el «por vosotros-por muchos», la autoentrega vicaria de Jesús y, con ello, también la idea de la expiación. Si Juan el Bautista había llamado a la conversión ante el juicio inminente, Jesús, como mensajero de alegría, habría anunciado la cercanía del reinado de Dios y la voluntad incondicional de perdón, el régimen de la bondad y la misericordia de Dios. «La última palabra que Dios pronuncia a través de su último mensajero (el mensajero de la alegría después de Juan, el último mensajero del juicio) es una palabra de salvación. El anuncio de Jesús está caracterizado por su orientación claramente prioritaria a la promesa de salvación por parte de Dios, así como por la superación del Dios del juicio inminente por el Dios actual de la bondad». Pesch resume con estas palabras el contenido esencial del razonamiento que apoya la incompatibilidad de la tradición sobre la Última Cena con la novedad y la peculiaridad del anuncio de Jesús (Abendmahl, p. 104).

Peter Fiedler ha desarrollado de manera drástica la lógica de esta visón cuando escribe: «Jesús había anunciado al Padre que quiere perdonar incondicionalmente»; y después se pregunta: «Pero ¿acaso no resulta ser menos generoso en su gracia, o incluso totalmente soberano, desde el momento que insiste en una expiación?» (op. cit., p. 569; cf. Pesch, Abendmahl, pp. 16 y 106). Explica así la idea de una expiación como incompatible con la imagen que Jesús tiene de Dios y, en esto, ya son muchos los exegetas y representantes de la teología sistemática que están de acuerdo con él.

En efecto, aquí reside el verdadero motivo por el que una buena parte de los teólogos modernos (y no sólo los exegetas) no admiten que las palabras de la Última Cena provengan de Jesús. La razón no radica en los datos históricos: como hemos visto, los textos eucarísticos pertenecen a la más antigua tradición. Según los datos históricos no hay nada más originario precisamente que la tradición de la Última Cena. Pero la idea de expiación es inconcebible para la sensibilidad moderna. Jesús, en su anuncio del Reino de Dios, debe situarse en el polo opuesto. Aquí está en juego nuestra imagen de Dios y del hombre. Por eso toda esta discusión es sólo aparentemente un debate histórico.

La verdadera cuestión es más bien: ¿Qué es la expiación? ¿Es compatible con una imagen limpia de Dios? ¿Acaso no se trata de un grado del desarrollo religioso de la humanidad que ha de ser superado? Jesús, para ser el nuevo mensajero de Dios, ¿no debería quizás oponerse a esta idea? La verdadera discusión deberá versar, pues, sobre si los textos neotestamentarios —leídos correctamente— nos revelan un concepto de expiación aceptable también para nosotros, siempre que estemos dispuestos a escuchar en su integridad el mensaje que nos llega de ellos.

Hemos de reflexionar definitivamente sobre esta cuestión en el capítulo sobre la muerte de Jesús en la cruz. Esto requiere, sin embargo, la disponibilidad a no limitarse simplemente a contraponer el Nuevo Testamento de manera «crítico-racional» a nuestra propia presuntuosidad, sino aprender a dejarnos guiar: la voluntad de no tergiversar los textos según nuestros criterios, sino dejar que su Palabra purifique y profundice nuestros conceptos.

Tratemos mientras tanto de acercarnos a tientas a la comprensión mediante una escucha como ésta. En primer lugar, hagamos una pregunta: ¿Existe realmente una contradicción entre el mensaje de Galilea del Reino de Dios y el último pronunciamiento de Jesús en Jerusalén?




Ciertos exegetas notables —Rudolf Pesch, Gerhard Lohfink, Ulrich Wilckens— ven, sí, una diferencia profunda entre las dos posiciones, pero no un conflicto insoluble. Suponen que Jesús, en un primer momento, hizo la generosa oferta del mensaje del Reino de Dios y del perdón sin condiciones, pero, cuando se dio cuenta del fracaso de este ofrecimiento, identificó su misión con la del siervo de Dios. Reconoció que tras el rechazo de su oferta sólo quedaba el camino de la expiación vicaria: debía tomar sobre sí la desgracia que se cernía sobre Israel para que muchos lograran llegar a la salvación.

¿Qué podemos decir a este propósito? De por sí, una evolución similar, es decir, el emprender un nuevo camino del amor después de un primer ofrecimiento fallido, es ciertamente posible según toda la estructura de la imagen bíblica de Dios y la historia de la salvación. Precisamente esa «flexibilidad» de Dios, que espera la libre decisión del hombre y que, de cada «no», hace brotar una nueva vía del amor, forma parte del camino de la historia de Dios con los hombres, como nos lo describe el Antiguo Testamento. Al «no» de Adán responde con una nueva preocupación por los hombres. Ante el «no» de Babel inaugura una nueva perspectiva de la historia con la elección de Abraham. La petición de un rey para los israelitas representa en un primer momento una obstinación contra Dios, que quisiera reinar sobre su pueblo de manera inmediata. Pero en la profecía dirigida a David transforma esta terquedad en una vía que lleva luego directamente hacia Cristo, el Hijo de David. Así pues, una evolución parecida en dos etapas en el obrar de Jesús es ciertamente posible.

El capítulo 6 del Evangelio de Juan parece aludir a un punto de inflexión similar en el camino de Jesús con los hombres. Después de su sermón eucarístico, el pueblo y muchos de sus discípulos le dan la espalda. Sólo los Doce permanecen. Encontramos un cambio análogo en el Evangelio de Marcos, cuando Jesús, después de la segunda multiplicación de los panes y la confesión de Pedro (cf. 8,27-30), comienza con el anuncio de la Pasión y se pone en camino hacia Jerusalén y su última Pascua.

En 1929, Erik Peterson, en su artículo sobre la Iglesia —un artículo que todavía hoy bien vale la pena leer—, sostenía que la Iglesia existe sólo bajo el supuesto de que «los judíos, como pueblo elegido de Dios no han aceptado la fe en el Señor». Si hubieran aceptado a Jesús, «el Hijo del hombre habría vuelto y el Reino mesiánico, en el que los judíos habrían ocupado el puesto más importante, habría tenido su inicio» (Theologische Trakt., p. 247). Romano Guardini ha acogido y modificado esta tesis en sus obras sobre Jesús. Para él, el mensaje de Jesús comienza claramente con la oferta del Reino; el «no» de Israel habría provocado una nueva etapa en la historia de la salvación, a la cual pertenecen la muerte y resurrección del Señor, así como la Iglesia de los gentiles.

¿Qué decir sobre todo esto? Ante todo, que un cierto desarrollo en el mensaje de Jesús con nuevas decisiones es ciertamente posible. El mismo Peterson, sin embargo, no sitúa la ruptura durante el mensaje de Jesús mismo, sino en la época posterior a la Pascua, cuando los discípulos, de hecho, luchaban inicialmente todavía por un «sí» de Israel. Sólo en la medida en que se manifestó el fracaso de este intento se dirigieron a los paganos. Esta segunda fase la podemos percibir claramente en los textos del Nuevo Testamento.

Por el contrario, una evolución en el camino de Jesús la podemos entrever siempre y sólo con mayor o menor grado de probabilidad, pero nunca establecerla con claridad. Ciertamente no se da ese contraste neto entre el anuncio del Reino de Dios y el mensaje de Jerusalén, tal como se encuentra en las tesis de algunos exegetas modernos. Ya hemos hablado de algunos indicios sobre un cierto desarrollo en el camino de Jesús. Pero debemos decir ahora (como ha subrayado claramente, por ejemplo, John P. Meier) que la estructura de los Evangelios sinópticos no nos permite establecer una cronología del anuncio de Jesús. Ciertamente, el énfasis sobre la necesidad de la muerte y resurrección se hace más claro a medida que progresa el camino de Jesús. Pero el conjunto del material no está ordenado cronológicamente de tal manera que podamos distinguir claramente un antes y un después.

Basten algunas indicaciones. Ya en el segundo capítulo de Marcos, en la discusión sobre el ayuno de los discípulos, se encuentra el anuncio de Jesús: «Llegará un día en que se lleven al novio; aquel día sí que ayunarán» (2,20). Mucho más importante aún es la definición de su misión que se esconde tras su hablar en parábolas, en las parábolas que explican a los hombres su mensaje sobre el Reino de Dios. Jesús identifica su misión con la que se confió a Isaías tras el encuentro con el Dios vivo en el templo: se dijo al profeta que, en un primer momento, su misión sólo contribuiría a una mayor obstinación y que únicamente a través de ella podría llegar después la salvación. En la primera fase de su anuncio, Jesús dice a los discípulos que ésta sería precisamente la estructura de su camino (cf. Mc 4,10ss; Is 6,9s).

Pero de este modo todas las parábolas —todo el mensaje sobre el Reino de Dios— se ponen bajo el signo de la cruz. Partiendo de la Última Cena y de la resurrección, podemos afirmar que la cruz es la extrema radicalización del amor incondicional de Dios, amor en el que, a pesar de todas las negaciones por parte de los hombres, Él se entrega, toma sobre sí el «no» de los hombres, para atraerlo de este modo a su «sí» (cf. 2 Co 1,19). Esta interpretación teológica de las parábolas según la teología de la cruz y su mensaje sobre el Reino de Dios se encuentra también en los textos paralelos de los otros dos Sinópticos (cf. Mt 13,10-17, Lc 8,9s).

La orientación del mensaje de Jesús según la perspectiva de la cruz, válida ya desde el comienzo, aparece en los Evangelios sinópticos todavía de otro modo. Me limito a dos breves observaciones.

En Mateo, al comienzo del camino de Jesús se encuentra el Sermón de la Montaña con la solemne apertura de las Bienaventuranzas. En su conjunto, éstas se caracterizan por la perspectiva de la cruz, que en la última bienaventuranza aparece con toda claridad: «Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5,10ss).

En segundo lugar hemos de recordar también que Lucas pone al comienzo de su descripción del camino de Jesús el rechazo que sufrió en Nazaret (cf. 4,16-29). Jesús anuncia que la promesa de Isaías de un año de gracia del Señor se ha cumplido: «Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos...» (4,18). Pero a causa de su pretensión, sus conciudadanos se pusieron furiosos enseguida y lo expulsaron fuera de la ciudad: «Lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo» (4,29). Precisamente con el mensaje de gracia que Jesús trae se inaugura la perspectiva de la cruz. Lucas, que ha redactado con gran cuidado su Evangelio, ha puesto muy conscientemente esta escena como una especie de título para toda la obra de Jesús.

No hay contradicción entre el jubiloso mensaje de Jesús y su aceptación de la cruz como muerte por muchos; al contrario: sólo en la aceptación y la transformación de la muerte alcanza el mensaje de la gracia toda su profundidad. Por otra parte, la idea de que la Eucaristía se habría formado en la «comunidad» es completamente absurda también desde el punto de vista histórico. ¿Quién podría haberse permitido pensar una cosa así, crear una realidad semejante? ¿Cómo podría haber ocurrido que los primeros cristianos —claramente ya en los años 30—aceptaran una invención como ésa sin oponer ningún tipo de objeción?

A este respecto Pesch dice con razón que «hasta ahora no se ha podido presentar ninguna explicación crítica convincente de la tradición de la Cena» (Abendmahl, p. 21). No existe. Todo esto sólo podía nacer de la peculiaridad de la conciencia personal de Jesús. Únicamente Él era capaz de entrelazar tan soberanamente en la unidad los hilos de la Ley y los Profetas, en total fidelidad a la Escritura y en la novedad total de su ser de Hijo. Sólo porque Él mismo lo había dicho y lo había hecho, la Iglesia en sus diferentes corrientes y desde el principio podía «partir el pan», como Jesús había hecho la noche en que fue traicionado.




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