Jesús y los pobres




1. LOS "MAL VISTOS" EN LA SOCIEDAD EN QUE VIVIÓ JESÚS

Cada cultura crea sus inadaptados, gente a la que se mira con malos ojos, se le desprecia y se le margina.

La sociedad judía de los años 30 tiene también sus "mal vistos". En los Evangelios, en griego, se les llama en general "los pobres". Pero esta palabra seguramente es traducción de la palabra aramea "ama’arez" que en castellano traducido al pie de la letra significa "el-pueblo-de-la-tierra", o sea, "el pueblo común". Esta sería la palabra que usaría Jesús al traducir los evangelistas la palabra "pobres".

Palestina en tiempos de Jesús era una teocracia, lo cual significa que todas las normas sociales estaban dirigidas por ideas religiosas y los mismos gobernantes eran personas religiosas. La división de "clases" o grupos sociales dependían de la actitud religiosa de cada uno. Pero sólo una minoría conocía la Ley (religiosa) y la cumplía, por lo menos en sus exigencias externas. La "pureza" o "impureza" legales cumplían la función ideológica que en otras sociedades se atribuyen al prestigio, al dinero o al poder.

Por ello se llamaba despreciativamente "ama’arez" a la gente que no conocía ni practicaba con detalle todas las normas religiosas de la Ley, en contraposición a la sabiduría y a las prácticas de escribas y fariseos.


En tiempo de Jesús "el-pueblo-de-la-tierra", está constituido por los despreciados de la sociedad en la que el prestigio depende no del dinero o del poder político que se tenga, sino según criterios religiosos. Se despreciaba a toda esa multitud marginada en la que generalmente se combinaba pobreza económica y reprobación moral, pues no guardaban el sábado, ni cumplían las normas de pureza ritual. Son pecadores todos los que no pueden cumplir la Ley por la sencilla razón de desconocerla o no poderla cumplir. Son unos desgraciados ignorantes, pues en la sociedad judía el hecho de cumplir la Ley lo es todo. El que no la cumple "no es nada", es un desgraciado para el que no existe ninguna esperanza, porque no es digno de pertenecer al Pueblo Elegido.

Entre estos despreciados estaban los que practicaban ciertas profesiones cuyo trabajo les hacía difícil cumplir las minucias rituales de la Ley. Entre estos oficios infamantes se encontraban los pastores, los recaudadores de impuestos, usureros, rameras, curtidores de pieles, sastres y tejedores, médicos, barberos y carniceros, y toda clase de obreros asalariados. En aquel tiempo la lista de los malos oficios es tan larga, que no queda mucho sitio para los oficios "decentes". Todos los trabajadores con pocos ingresos eran despreciados como incultos pecadores por la casta de los escribas y los fariseos. Para ellos sólo cuenta el estudio de la Ley.

A la lista de trabajadores pobres hay que añadir una multitud de mendigos, ladrones y esclavos. Ellos eran doblemente despreciados. Entre los mendigos habían bastantes personas con defectos físicos, como ciegos, sordos y paralíticos, o enfermos, especialmente los que tenían alguna enfermedad de la piel, considerados como impuros.

Muchos de ellos, como los recaudadores y pastores, no podían tener ningún cargo, ni ser testigos en un juicio, pues ya de entrada se les consideraba mentirosos y ladrones.

El desprecio de la "gente bien" de entonces hacia los "ama’arez" era muy grande. En aquella sociedad teocrática lo civil y lo religioso habían llegado a ser una misma cosa. Por ello los escribas, los fariseos y los sacerdotes pensaban que aquellos desgraciados eran también mal vistos por Dios. El "pueblo-de-la-tierra" era marginado tanto en lo civil como en lo religioso: en todo eran "pecadores".

En los Evangelios se refleja esta mentalidad cuando se les llama "descreídos y recaudadores" (Mc 2,16), "recaudadores y prostitutas" (Mt 21,32), o sencillamente "pecadores". Los fariseos los miraban como "ladrones, injustos y adúlteros" (Lc 18,11). Los sacerdotes del templo lo inculcan de manera muy clara a su policía: "Esa gente, que no entiende la Ley, está maldita" (Jn 7,49). Están empecatados de arriba abajo (Jn 9,34).

Decían así algunas normas de los fariseos: "Un fariseo no se quedará nunca como huésped en la casa de esa gente, así como tampoco la recibirá en la suya". Otra lista de normas añade: "Está prohibido apiadarse de quien no tiene formación".

Los monjes esenios, los más observantes y piadosos de Palestina, tenían, entre otros, este compromiso: "No me apiadaré de los que se apartan del camino". Y así oraban acerca de los pecadores: "Maldito seas, que nadie tenga misericordia de ti: tus obras son tinieblas. Que seas condenado a la oscuridad del fuego eterno".

Los pobres con algún defecto físico eran considerados pecadores castigados por Dios (Jn 9,2). Por eso los piadosos esenios decían: "Los ciegos, los paralíticos, los cojos, los sordos y los menores de edad, ninguno de éstos puede ser admitido a la comunidad". "Ninguna persona afectada por cualquier impureza humana puede entrar en la asamblea de Dios... Aquel que tiene dañada su carne, que está tullido de pies y manos, que es cojo o ciego o sordo o mudo, aquel cuya carne está marcada por una tara visible, el viejo débil, incapaz de tenerse en pie en la asamblea, no puede entrar para tomar parte en el seno de la comunidad..."



2. JESÚS SE SOLIDARIZA CON ESTOS MARGINADOS

Una vez entendida la actitud que tenía la gente piadosa hacia los pobres y pecadores, resaltará mucho más la actitud que toma Jesús hacia ellos.

En primer lugar, él mismo "se hizo pobre" (2Cor 8,9). Vivió una vida normal de artesano. Y nació y murió en la miseria. Durante su predicación a veces no tuvo ni "dónde reclinar la cabeza" (Mt 8,20).

Pero Jesús no fue un asceta aislado. El quiso tener una cercanía especial respecto a las clases sociales oprimidas y desprivilegiadas, aunque no por eso dejó de tratar con todos.

La imagen global de Jesús en los Evangelios dibuja su especial amistad hacia recaudadores, prostitutas, samaritanos (considerados como herejes), leprosos (expulsados por la Ley de la sociedad), viudas, niños, ignorantes, paganos, enfermos en sábado...

El busca y se mezcla con el "pueblo-de-la-tierra", los pobres-pecadores: Está con ellos y los llama: a la gente con corazón roto, a los encorvados con el peso de sus culpas, a los tristes, a los desanimados; a los últimos, los simples, los enfermos, los perdidos. A todos los mal vistos. Con ellos se le ve comer. De ellos se rodea. Hacia ellos se inclina.

Jesús rompe con las convenciones sociales de su época. No respeta la división de clases. Habla con todos. Jamás teme a contraer "impurezas legales" por estar, tocar o comer con un pobre. Conversa y se deja tocar por una prostituta (Lc 7,37-38), acoge gentiles (Mc 7,24-30), come con un gran ladrón, Zaqueo (Lc 19,1-10). Llama a un cobrador de impuestos, Mateo (Lc 5,27-32). Acepta que las mujeres le acompañen en sus viajes, cosa inaudita en su tiempo.

No cabe duda, Jesús estuvo de parte de los pobres, los que lloran, los que pasan hambre, los que no tienen éxito, los insignificantes... Se preocupa de los enfermos, los tullidos, los leprosos y posesos. Y lo que es más, se mezcla con los moralmente fracasados, con los descreídos e inmorales públicos.

Recorre los lugares donde se encuentra la gente pobre, anunciándoles que Dios los quiere más que a los fariseos. Renuncia a ocuparse de aquellos cuyas cosas van bien y se une a los que han perdido todo (Lc 15,4-7). Son los enfermos y no los sanos, los pecadores y no los justos los que le necesitan (Mc 2,17). Por eso va hacia ellos, los cura, les dice que Dios los ama hasta perdonarlos y hasta querer ser su rey. Así, con su propia vida, Jesús encarna una línea de fuerza importante del Antiguo Testamento, da rostro a Dios y lo revela.

Tan importante es esta opción de Jesús por los pobres, que hace de esta actitud suya el distintivo de su misión. A la pregunta por el valor de la esperanza en él, Jesús señala su acción entre ciegos, rengos, sordos y leprosos y el hecho de que los pobres están recibiendo la Buena Noticia (Mt 11,4).

Destaquemos dos casos especiales: los leprosos y los samaritanos.

Los leprosos eran los más marginados entre los marginados, hasta el punto que no podían ni conversar con el resto de la gente; ni siquiera podían entrar en las ciudades. Pues bien, sabemos que Jesús curó a varios leprosos (Lc 5,12-14; 17,11-19), reintegrando así a la convivencia a los que se tenían por totalmente marginados. A los discípulos de Juan les hace ver como señal mesiánica cómo ante él los "leprosos quedan limpios" (Mt 11,5). Es más, sabemos también que dio a sus discípulos la orden de curar leprosos (Mt 10,8). Y él mismo no tuvo ningún inconveniente en alojarse en casa de uno que había sido leproso (Mt 26,6).

Los samaritanos eran despreciados por los judíos como herejes. Las tensiones entre ellos eran tan fuertes que con frecuencia llegaban a enfrentamientos sangrientos. Cuando Jesús atraviesa Samaría, no encuentra acogida (Lc 9,52-53) y hasta se le niega el agua para beber (Jn 4,9). Pero a pesar de todo eso, Jesús pone a un samaritano como ejemplo a imitar, por encima del sacerdote y del levita (Lc 10,33-37), alaba especialmente al leproso samaritano (Lc 17,11) y se queda a pasar dos días en un pueblo de samaritanos (Jn 4,39-42). Por eso no tiene nada de particular cuando insultan a Jesús llamándole "samaritano" (Jn 8,48).

Algo parecido se puede decir del trato que da Jesús a otros dos grupos humanos despreciados en su época: las mujeres y los niños.

El Reino que viene Jesús a predicar ciertamente no tolera en modo alguno la marginación de nadie. Todo lo contrario: los marginados por los hombres son los primeros en el corazón de Jesús.

Jesús es la plenitud de la irrupción de Dios entre los pobres. La entrada de Dios entre los pobres y de éstos en la vida de Dios se convierte para Jesús en el camino de su fe, de su conciencia de Hijo, de su fidelidad al Padre, de su vida espiritual. Al interior de este dinamismo Jesús aprende a orar, a contemplar y a cumplir la voluntad de su Padre, a gozarse en que el Padre sea así. El mismo Jesús como pobre recorrió ese camino y experimentó cuánto el amor de su Padre había penetrado en su vida y cuánto Dios se deja conocer, amar y revelar por los pobres.



3. JESÚS ANUNCIA A LOS MARGINADOS LA BUENA NOTICIA DE DIOS

Acabamos de ver que los seguidores de Jesús eran principalmente los pobres, los incultos, a quienes su ignorancia religiosa y su comportamiento moral les cerraba, según la creencia de la época, la puerta de entrada a la salvación. Pero Jesús contempla con infinita misericordia a estos mendigos ante Dios. El los ve "rendidos y abrumados" (Mt 11,28) por el peso doblemente agobiador del desprecio público y de la desesperanza de no poder hallar jamás salvación en Dios.

Jesús se da cuenta que su Padre Dios muestra su paternidad hacia todos los hombres precisamente siendo parcial hacia los despreciados. Dios es amor porque ama a aquellos a quienes nadie ama, porque se preocupa de los que nadie se preocupa. Así entiende Jesús que Dios es amor.

Por eso dice Jesús a los pobres que ellos tienen una participación especial en el Reino de Dios (Lc 6,20). El les da esta Buena Noticia: los despreciados pecadores están especialmente invitados al banquete de Dios.

Es el conocimiento que Jesús tiene de su Dios el que le hace elegir a quiénes va a hablar de este Dios. Y elige a los marginados, a los enfermos, a los pecadores, a los que nadie quiere, para anunciarles que Dios los ama. La elección no tiene nada que ver con el valor moral o espiritual de los pobres pecadores. Está basada en el horror que Dios siente por el estado actual del mundo y en la decisión divina de venir a restablecer la situación en favor de aquellos para quienes la vida es más difícil. Con ello vemos que Jesús había penetrado muy hondo en el "corazón" de Dios, en el misterio de su voluntad sobre la tierra.

De aquí que Jesús anuncie el Reino de Dios a los marginados de toda esperanza humana y divina; los que no pueden caminar según la ley; los que no eran dignos de escuchar la palabra esperanzadora de la Alianza de Yavé; los que la sociedad y la sinagoga consideraban muertos en vida, inútiles ante el mundo y ante Dios. A estos, más que a nadie, va dirigida la Buena Noticia; estos son los preferentemente invitados a participar del Reino.

Así resulta que los últimos se convierten en primeros. Los pobres de la calle entran en el banquete para ocupar el lugar de los que no comprendieron el corazón de Dios y prefirieron las falsas seguridades (Mt 20,1-16).

Jesús no opta por los pobres por demagogia. Nada más lejos que eso. Sino por fe viva en el amor del Padre. Porque todos somos sus hijos por igual, gratis, ninguno es un "desgraciado". Si una sola oveja se pierde o es despreciada, el corazón del pastor se inquieta, a pesar de tener muchas más (Lc 15,1-7). Por eso el regreso de un solo hijo perdido es motivo de fiesta y de banquete (Lc 15,32). Si los "justos" de Israel quieren excluir a alguien, Dios comienza por buscar y escoger a los que los hombres habían excluido. Todo hombre tiene derecho a la acogida gratuita y maravillosa del amor y de la bondad del Padre Dios ¡Dios es así! ¡Esta es su bondad de corazón de Padre!

Desde el comienzo de su vida Jesús había tenido esta misión. Así lo anunció un ángel a los más despreciados de Israel, los pastores: "Les traigo una Buena Noticia, una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un salvador" (Lc 2,10-11). Los pastores están representando a la gente despreciada y marginada por la sociedad; ellos son los elegidos para recibir la "gran alegría" de la "Buena Noticia" que trae Jesús. Así lo reconocería años más tarde el mismo Jesús cuando en la sinagoga de su pueblo se declaró a sí mismo enviado a dar "la Buena Noticia a los pobres", Buena Noticia que es luz y libertad del Padre Dios (Lc 4,18).

Jesús actúa así porque sabe cómo es Dios: desbordante con los débiles, indefensos, desesperados, con los que quieren y no pueden, y con los que ni siquiera son conscientes de que quieren. El refleja en su propia humanidad la actitud de Dios para con los hombres.

La experiencia de conocer a Dios como el Dios de los sencillos y reconocer en la vida de los pobres a Dios como Padre, constituye, pues, la vivencia espiritual más original de Jesús; ahí conoce a Dios como Padre de bondad, de ternura, pronto al perdón, rico en misericordia; un Dios que convoca a todos a la fraternidad destruida por nuestros pecados.

La conversión a Jesús y su seguimiento pasa irremediablemente por hacer de la irrupción de Dios en la vida de los desposeídos, y de la vocación de éstos al Reino, el camino diario de fidelidad evangélica.




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