La última cena III

DE LA CENA A LA EUCARISTÍA
DEL DOMINGO POR LA MAÑANA

En Pablo y Lucas, a las palabras «Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros» sigue el mandato de repetir el gesto: «Haced esto en conmemoración mía». Pablo lo dice también y de manera todavía más amplia después de las palabras sobre el cáliz. Marcos y Mateo no transmiten este mandato. Pero, puesto que la forma concreta de sus relatos lleva el sello de la práctica litúrgica, es evidente que también ellos han interpretado estas palabras como una institución: lo que había acontecido allí por vez primera debía continuar en la comunidad de los discípulos.

Pero surge todavía una pregunta: ¿Qué es exactamente lo que el Señor ha mandado repetir? Ciertamente no la cena pascual (en el caso de que la Última Cena de Jesús fuera una cena pascual). La Pascua era una fiesta anual, cuya celebración recurrente en Israel estaba claramente regulada por

la tradición sagrada y vinculada a una determinada fecha. Y, aunque en aquella noche no se hubiera tratado de una verdadera cena pascual según la ley judía, sino de una última comida en la tierra antes de su muerte, éste no es el propósito del mandato de repetir.

Así pues, el mandato se refiere sólo a aquello que constituía una novedad en los gestos de Jesús de aquella noche: la fracción del pan, la oración de bendición y de acción de gracias y, con ella, las palabras de la transubstanciación del pan y del vino. Podríamos decir: mediante aquellas palabras, nuestro momento actual es introducido en el momento de Jesús. Se verifica lo que Jesús anunció en Juan 12,32: desde la cruz, Él atrae a todos hacia sí, dentro de sí.



Con las palabras y gestos de Jesús se había dado ciertamente el elemento esencial del nuevo «culto», pero aún no se había establecido una forma litúrgica definitiva. Ésta debía desarrollarse todavía en la vida de la Iglesia. Según el modelo de la Última Cena, era obvio que antes se cenaba juntos, y que luego se añadía la Eucaristía. Rudolf Pesch ha demostrado que, dada la estructura social de la Iglesia naciente y los hábitos de vida, esta comida consistía probablemente sólo en pan, sin otros alimentos.

En la Primera Carta a los Corintios (11,20ss.34) vemos cómo las cosas podían hacerse de modo diferente en una sociedad distinta: los acomodados llevaban consigo su comida y se servían con abundancia, mientras que para los pobres que estaban allí sólo había pan. Experiencias de este tipo llevaron muy pronto a la separación entre la Cena del Señor y la comida normal, y aceleraron al mismo tiempo la formación de una estructura litúrgica específica. En ningún caso hemos de pensar que la «Cena del Señor» consistiera sólo en recitar las palabras de la consagración. A partir de Jesús mismo, éstas aparecen como una parte de su berakha, de su oración de acción de gracias y de bendición.

¿Por qué dio gracias Jesús? Por haber sido «escuchado» (cf. Hb 5,7). Dio gracias anticipadamente porque el Padre no le abandonaría a la muerte (cf. Sal 16,10). Dio gracias por el don de la resurrección y, fundándose en ella, podía ya en aquel momento dar su cuerpo y su sangre en el pan y en el vino, como prenda de la resurrección y la vida eterna (cf. Jn 6,53-58).

Podemos pensar en el esquema de los Salmos que expresan promesas y votos, en los que el oprimido anuncia que, una vez salvado, dará gracias a Dios y proclamará su acción salvífica ante la gran asamblea. El Salmo 22, aplicable a la Pasión, que comienza con las palabras «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», termina con una promesa que anticipa el cumplimiento: «Él es mi alabanza en la gran asamblea, cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan» (vv. 26s). En efecto —y esto se cumple ahora: «Los desvalidos comerán»—, ellos reciben más que el alimento terreno; reciben el verdadero maná, la comunión con Dios en Cristo resucitado.

Naturalmente, estas interconexiones se fueron haciendo claras a los discípulos sólo paulatinamente. Pero, partiendo de las palabras de acción de gracias de Jesús, que dan a la berakha judía un nuevo centro, la oración de acción de gracias, la eucharistia, se manifiesta cada vez más como el verdadero modelo de referencia, como la forma litúrgica en la que las palabras de la institución poseen su propio sentido y se presenta el culto nuevo en sustitución de los sacrificios del templo: la glorificación de Dios en la palabra, pero en una palabra que se ha hecho carne en Jesús y que ahora, a partir de este cuerpo de Jesús que ha atravesado la muerte, abarca al hombre por entero, a toda la humanidad, y se convierte en el comienzo de una nueva creación.



Josef Andreas Jungmann, el gran estudioso de la historia de la celebración eucarística y uno de los arquitectos de la reforma litúrgica, resume todo esto cuando dice: «La forma fundamental es la oración de acción de gracias sobre el pan y sobre el vino. La liturgia de la Misa se ha originado a partir de la oración de acción de gracias después del banquete de la última noche, no del convite mismo. Este último fue considerado tan poco esencial y tan fácilmente separable que fue omitido ya en la Iglesia primitiva. La liturgia, y todas las liturgias, por el contrario, han desarrollado la oración de acción de gracias sobre el pan y sobre el vino... Lo que la Iglesia celebra en la Misa no es la Última Cena, sino lo que el Señor ha instituido durante la Última Cena, confiándolo a la Iglesia: el memorial de su muerte sacrificial» (Messe im Gottesvolk, p. 24).

Esto concuerda con la constatación histórica, según la cual «en toda la tradición del cristianismo, tras la separación de la Eucaristía de un verdadero convite (donde aparece el "partir el pan" y "la Cena del Señor") hasta la Reforma del siglo XVI, nunca se utiliza ningún término que signifique «convite para indicar la celebración de la Eucaristía» (p. 23, nota 73).

Pero hay todavía otro elemento determinante en la formación de la liturgia cristiana. Basándose en su certeza de haber sido escuchado, el Señor dio a sus discípulos ya en la Última Cena su cuerpo y su sangre como don de la resurrección: cruz y resurrección forman parte de la Eucaristía, y sin ellas no es ella misma. Pero como el don de Jesús es esencialmente un don radicado en la resurrección, la celebración del sacramento debía estar vinculada necesariamente con la memoria de la resurrección. El primer encuentro con el Resucitado se produjo la mañana del primer día de la semana —el tercer día después de la muerte de Jesús—, por tanto, la mañana del domingo. Por eso, la mañana del primer día se convirtió espontáneamente en el momento de la liturgia cristiana, en el domingo, el «día del Señor».

Esta fijación cronológica de la liturgia cristiana, que define su naturaleza íntima y al mismo tiempo su forma, tuvo lugar muy pronto. En efecto, el relato de un testigo ocular recogido en Hechos 20,611 habla del viaje de san Pablo y sus compañeros hacia Tróada y dice: «El primer día de la semana, estando nosotros reunidos para la fracción del pan...» (20,7). Esto significa que, ya durante la época de los Apóstoles, el «partir el pan» estaba fijado en la mañana del día de la resurrección: la Eucaristía se celebraba como un encuentro con el Resucitado.

En este contexto se inserta también la disposición de Pablo de que el «primer día de la semana» se haga la colecta para Jerusalén (cf. 1 Co 16,2). Es cierto que allí no habla de la celebración eucarística, pero, obviamente, el domingo es el día de la comunidad de Corinto y, por tanto, también claramente el día de su culto. En Apocalipsis 1,10, en fin, encontramos por primera vez la expresión «día del Señor» para denominar el domingo. La nueva articulación cristiana de la semana queda claramente perfilada. El día de la resurrección es el día del Señor y, por ello, también el día de sus discípulos, de la Iglesia. Al final del siglo I, la tradición está ya netamente establecida, cuando, por ejemplo, la Didaché (ca. 100) dice con toda naturalidad: «En cuanto al domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados» (14,1). Para Ignacio de Antioquía (+ ca. 110), vivir «según el día del Señor» se ha convertido en la característica distintiva de los cristianos contra los que celebran el sábado (Ad Magn. 9,1). Era lógico que la celebración eucarística se relacionara con la Liturgia de la Palabra —lectura de la Escritura, explicación y oración—, que inicialmente tenía lugar aún en la sinagoga. Consiguientemente, la formación del culto cristiano estaba concluida en sus partes esenciales ya a comienzos del siglo II. Este proceso de desarrollo forma parte de la institución misma. La institución presupone —como se ha dicho— la resurrección y, con ello, también la comunidad viva que, bajo la guía del Espíritu de Dios, da al don del Señor su forma en la vida de los fieles.




Un arcaísmo que pretendiera volver a un momento anterior a la resurrección y a su dinámica, e imitar solamente la Última Cena, no se correspondería en absoluto con la naturaleza del don que el Señor ha dejado a sus discípulos. El día de la resurrección es el lugar exterior e interior del culto cristiano, y la acción de gracias como anticipación creativa de la resurrección por medio de Jesús es el modo en que el Señor hace de nosotros personas que dan gracias con Él, la manera en la que Él, en el don, nos bendice y nos hace participar en la transformación, que nos llega por sus dones y que ha de extenderse por el mundo: «hasta que El venga» (cf. 1 Co 11,26).

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